Ofrecí anteriormente en esta columna La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón, y ahora me gustaría presentar Las paredes oyen (1628), del mismo autor que había leído hace muchos años. Se dice que los autores de teatro contemporáneo que dan importancia a los problemas sociales reales aprecian mucho las obras de Alarcón por su espíritu satírico que critica malos hábitos y la corrupción de la clase alta.
La protagonista de esta obra es doña Ana, viuda muy atractiva, perteneciente a la clase social alta. Ella se rodea de los siguientes personajes:
Don Mendo, galán atractivo, de muy buena posición social y objeto de admiración de las mujeres. Es novio de doña Lucrecia, prima de doña Ana, pero al mismo tiempo le declara hipócritamente su amor a doña Ana.
Don Juan, otro galán, noble, más o menos adinerado, pero feo. Las mujeres no lo aprecian en absoluto, a pesar de su buen corazón. Lleva mucho tiempo enamorado de doña Ana, y se supone que es alter ego del autor de esta obra.
Por otro lado, el Duque de Urbino, otro galán de muy buenas prendas, se enamora perdidamente de doña Ana, y el Conde, primo de don Mendo, se embelesa con Lucrecia.
Además, Celia, criada de doña Ana y Beltrán, empleado de don Juan, son quienes desempeñan un papel importante en la trama mezclada en confusión.
Se trata de mostrar las relaciones humanas muy complicadas, pero, a fin de cuentas, colorín colorado, doña Ana se une con don Juan y el Duque con Lucrecia.
Parece que la obra implica la lección de que, pese a que hablemos mal de alguien en su ausencia, todo lo que decimos acaba sabiéndose por medio de conductos insospechados.
Recuerdo que poco después de ingresar en la Universidad de Estudios Extranjeros de Osaka, en el Festival de Teatros que se realizaba tradicionalmente, se representó esta obra por los estudiantes de la facultad del español. Aún me resulta misterioso cómo fue posible interpretar esta obra tan difícil y complicada en el Festival Universitario.
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