Azorín (José Martínez Ruiz) es un escritor delicado y minucioso, que transmite su gran apego a las cosas ordinarias y parece despreciar las exageradas. Él tiene un sentimiento agudo sobre la fugacidad de la vida y la prontitud de la muerte, de allí que procura la sensación de detener esta vida fugaz al describirla minuciosamente con expresiones muy puras. Asimismo, se ve que, siendo gran maestro del lenguaje, abriga un amor particular por la lengua castellana.
En este libro Los Pueblos, recoge una veintena de textos que describen en prosa poética la naturaleza y la vida de la gente de las provincias españolas de principios del siglo XX, terminando con “La Andalucía trágica”.
Aquí quisiera presentar los tres primeros ensayos y el último.
La fiesta
Don Joaquín, poeta viejo, vuelve a su patria en el día de la fiesta, después de veinte años. Saluda a sus viejos amigos y a sus familiares, conversa con ellos, pero él no puede verlos con sus propios ojos. A lo lejos se oyen las campanas. Cantan las cigarras. Sabe que cuando termine el verano, las cigarras morirán. Nosotros los poetas también, aunque cantamos hasta cuando podamos, pero cuando llegue el invierno, es decir, la vejez, moriremos olvidados. Resuenan los estallidos de los cohetes; la procesión se acerca. Pasan bailando unos enanos.
Sarrió
Después de muchos años, el escritor regresa al pueblo donde había pasado sus tiempos infantiles y juveniles para ver a su ilustre amigo Sarrió. La puerta está entreabierta, pero por mucho que le llama, él no aparece. Hace sonar otras fuertes palmadas, pero como no aparece nadie, un presentimiento doloroso comienza a entrar en su espíritu. Da otras sonoras palmadas y entonces, al cabo de un breve rato, ve salir a un criado por la puerta del huerto. Al preguntar sobre Sarrió, éste contesta que está durmiendo, pues se levanta a las tres de la madrugada y después se vuelve a acostar. Pregunta por Carmen y Lora y le contesta que las dos se casaron. Y ¿la señorita Pepita? Contesta que murió.
Mientras tanto, aparece Sarrió, por fin, bajando, lentamente, apoyado en la barandilla, los peldaños de la escalera. Cuando ha acabado de bajar la escalera, ha pasado junto a él sin reconocerlo. Antes iba pulcramente afeitado: ahora lleva una larga barba intonsa, descuidada. Antes llevaba siempre, indefectiblemente, una refulgente camisa planchada; ahora trae una camisa ajada. Al gritar “¡Sarrió! ¡Sarrió!”, ha exclamado al fin: “¡Ah, sí! Azorín…” Luego otra vez dura un silencio largo.
Y, cuando se despide de él y sale a la calle, ha vuelto a oír el susurro del agua, los gritos de las golondrinas que cruzan por el cielo, las campanas del viejo reloj, que marcan sus horas, indiferentes a los dolores de los hombres…
La novia de Cervantes
El escritor viaja solo en tren, cantando con los niños y niñas sentados a sus lados. Mientras tanto, al oír el anuncio “¡Yeles, un minuto!”, baja del tren precipitadamente. El andén está solitario. Son las nueve de la noche. Esquivias dista de aquí una hora. A estas horas ya no hay ningún transporte. Él anda y anda a través de viñedos, sembrados y olivares. Y de pronto oye aullar perros y llega a Esquivias. Allí encuentra una posada que es, a la vez, taberna. Este pueblo es donde Cervantes y Catalina comenzaron su vida de recién casados. Al día siguiente por la mañana, recorriendo por las calles, encuentra “Calle de doña Catalina”, “Plazuela de Cervantes” y la casa donde vivieron Cervantes y Catalina. La hija de la casa, una linda y gentil joven, apareció para guiarle hacia el interior de la casa. Él creyó ver en esta joven esbelta y discreta a la mismísima novia de Miguel de Cervantes.
La Andalucía trágica
Tras contemplar el austero paisaje de la Mancha y pasar una noche en tren, el autor llega a Sevilla después de pasar por Lora del Río y Brenes. Por todas partes se oyen voces animadas con acentos andaluces. Los mozos que platican junto a la Catedral y la Giralda parecen los jiferos sevillanos de que nos habla Cervantes en Los perros de Maudes. De allí se dirige a Lebrija. No se oye en todo el pueblo ni un grito ni un ruido ni una canción. No hay nadie en el Casino. Dicen que la muchedumbre campesina tiene, sencillamente, hambre. La sequía asoladora ha destruido los sembrados. Según el médico, los trabajadores de aquí no comen; la falta de nutrición trae la anemia; la anemia acarrea la tisis, por lo que aquí la mortalidad crece asombrosamente. Al enterarse de que los obreros sufren la peor hambre y la extrema pobreza debida en parte a la gran sequía de 1905, aunque denunciada como endémica, siente vivamente la necesidad de medidas revolucionarias.
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