El nombre verdadero de Azorín es José Martínez Ruiz y nació en 1874, siendo escritor perteneciente a la “Generación del 98”. Los escritores de esta generación se vieron profundamente afectados por la crisis moral, política y social desencadenada en España por la derrota militar en la guerra hispano-estadounidense y la consiguiente pérdida de Puerto Rico, Cuba y Filipinas, etc. en 1898. Azorín confiesa: “Tal vez, si nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano, el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados… Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro símbolo y nuestro espejo.” y sale a recorrer brevemente los lugares que él recorriera.
Se levanta cuando aún el cielo está negro y se dirige en tren hacia Argamasilla de Alba. Existe la opinión de que Cervantes estaba encarcelado en este pueblo y allí comenzó a escribir la obra de Don Quijote de la Mancha. Este pueblo, debido a las frecuentes epidemias y plagas de langostas, se vio obligado a mudar muchas veces como pueblo andante. Azorín hizo amistad y disfrutó de charlar con la gente del pueblo, aunque no dejó de desconcertarle la firme creencia del pueblo entero de que el modelo de Don Quijote era don Rodrigo de Pacheco, que realmente existió en ese pueblo.
Una mañana temprano, Azorín, junto con Miguel, guía y chofer de carrillo, parte de Argamasilla con destino a Puerto Lápiche, donde estaba la venta famosa en la que Don Quijote fue armado caballero. La misma llanura monótona y el mismo horizonte continúan con el cielo resplandeciente sin nubes. Imaginando lo que habría pensado Don Quijote por aquí, montado a horcajadas sobre Rocinante, llega por fin a la posada y entra en un cuartito pequeño, sin ventanas. Don Quijote pidió al ventero que ordenase cómo velar las armas en un corral que estaba a un lado de la venta. La ceremonia consistía en velar las armas durante toda la noche.
Desde allí se dirige hacia la aldea de Ruidera, célebre por las lagunas próximas. Andando a lo largo del río Guadiana, descubre un batán arruinado en una casilla baja y larga entre las enramadas de olmos y chopos. Es uno de aquellos famosos batanes cuyos enormes mazos de madera causaban estrepitosos ruidos cada vez que giraban los molinos de agua que en noche memorable Don Quijote quiso averiguar su origen y Sancho Panza casi moría de pavor.
Tras veintiocho horas de carro, descansó un rato en Ruidera y luego se encaminó hacia la Cueva de Montesinos. Cervantes dice que de la aldea hasta la cueva median dos leguas y Azorín afirma que es la cifra exacta. Por aquí ya no es la llanura pelada, sino un paisaje de lomas. Los visitantes de la cueva, en diversos tiempos, han dejado esculpidos sus nombres para recuerdo eterno. Don Quijote desciende al fondo de la cueva, quedándose profundamente dormido por espacio de una hora, lo que al personaje le parecieron tres días, encontrándose en el sueño con su querida Dulcinea del Toboso en un bello palacio del prado.
Ahora se dirige en tren al Campo de Criptana. Es una ciudad blanca y grande. Los molinos de viento movían lentamente sus aspas en lo alto de la colina. Azorín se aloja en una habitación oscura de fonda y se pone a leer, a la luz de vela, el capítulo correspondiente de Don Quijote. Cuando ha salido un rato por las calles después de la cena, las casas y los balcones bañados por una luna suave eran hermosos. Los molinos de viento eran precisamente una novedad cuando vivía Don Quijote y dicen que se implantaron en la Mancha en 1575. ¿Cómo extrañar que la fantasía del buen manchego se exaltara ante estas máquinas inauditas, maravillosas? A las cuatro de la madrugada, se ha despertado por el ruido de fuera. Se reunía mucha gente y decían que eran los Sancho Panzas de Criptana que querían apropiarse de Azorín. Es que en Criptana no hay Don Quijotes, Argamasilla se enorgullece por ser la patria del Caballero de la Triste Figura; Criptana quiere representar y compendiar el espíritu práctico, bondadoso y agudo del sin par Sancho Panza. Azorín, al despedirse, estrecha efusivamente las manos de estos buenos, afables y discretísimos amigos de Criptana.
A una hora de haber salido de Criptana en carro, al doblar una loma se distingue en la lejanía remotísima una torre diminuta. Es El Toboso, patria chica de Dulcinea, el amor del ilustre caballero manchego. Este pueblo parece como una condensación de toda la tristeza de la Mancha. El Toboso era antes una población caudalosa; ahora no es ya ni su sombra. Se dice que el modelo de Dulcinea es Aldonza Zarco de Morales, pero ¿es verdad? Es cierto que en El Toboso abundan los apellidos de Zarco. En un extremo del poblado aún perduran los restos de la casa de Dulcinea. “Sancho, hijo, guía al palacio de Dulcinea, que quizá podrá ser que la hallemos despierta” – decía a su escudero, entrando en El Toboso a media noche. “¿A qué palacio tengo que guiar, cuerpo de sol – respondía Sancho – que en el que yo vi a su grandeza no era sino casa muy pequeña?” Recordando aquella escena, Azorín va a ver otra vez los restos de la casa. En todas las partes del planeta el autor del Quijote es Miguel de Cervantes Saavedra; en El Toboso es sencillamente Miguel. Los académicos decidieron que Cervantes fuese de Alcalá de Henares, pero la gente de este pueblo no cree en los académicos. La gente de El Toboso ha visto el árbol de la familia y cree firmemente que tanto Miguel como su padre eran de Alcázar, pero su abuelo era de El Toboso. Azorín se despide de El Toboso, abrigando un gran afecto a la buena y simpática gente de este pueblo.
Y en el Alcázar de San Juan, capital geográfica de la Mancha, echa la llave a sus correrías. Azorín piensa que no hay otro pueblo más castizo, más manchego, más típico que éste que expresa un ambiente de tristeza, de soledad y de inacción de los buenos labriegos de la Mancha, y en este pueblo está compendiada la historia eterna de la tierra española.
La verdad es que hace mucho tiempo yo también recorrí en coche con mi esposa por una ruta similar a la de Azorín y cuando llegamos a El Toboso, nos tocó por pura casualidad la suerte de coincidir con la llegada de una compañía teatral que esa misma noche representó Don Quijote en la plaza mayor, utilizando un triciclo como Rocinante y otro como burro de Sancho Panza. Al día siguiente por la mañana, cuando paseamos por el pueblo, un anciano nos invitó a pasar a su casa para charlar. Transcurrió un rato muy agradable, conversando y tomado el vino casero que nos ofreció el matrimonio. Es una experiencia que siempre atesoraremos en nuestra memoria.
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